Eduardo Chirinos

Bisontes

Antaño los bisontes manchaban la llanura
de un claro y suave marrón.

Sus pezuñas hollaban sin miedo esta hierba.
Era su casa. Su vasto
dominio que nadie se atrevía a profanar.

Los veranos
migraban hacia el norte donde el sol se apaga.
Los inviernos hacia el sur
donde languidecen las estrellas.

Camino a Montana he visto bisontes.
Lejanos y míticos bisontes aguardando una
estampida,
un estrépito de pájaros, un canto de guerra.

Si hubo algún Dios en estas tierras
debió tener cara de bisonte.

 

Okapi herido de muerte

Desde hace años me persigue ese título
«Okapi herido de muerte».

Debo haberlo leído de niño.
Hojeando las páginas de un álbum,
o las figuras de un libro de animales.

Guardo conmigo la escena.
El zarpazo felino
un fondo de acacias
y el terror de la víctima
tratando de huir, inútilmente.

Raro animal el okapi.
Indeciso entre cebra y jirafa. Temeroso
y nocturno, en peligro de extinción.

Cuando fui a verlo al zoo de Berlín
se acercó desde la página remota
y me dijo en secreto:

«aún estoy herido de muerte».

 

El gato y la luna

When two close kindred meet,
What better than call a dance?
W. B. Yeats

El gato de mi vecina arquea su lomo
como el arco de la luna.
La luna
relame sus bigotes como gato
y llora por un platito de leche.

Mi vecina ve televisión
(pero no llora)
y se desliza furtivamente por la hierba
inventando pasitos de baile.

Micifuz o Minnaloushe
la luna
me tenderá esta noche su mano
y yo le diré (con los ojos cambiantes):

«Oh lo siento, no me gusta bailar».

 

Antes de dormir

Es tarde, pero quisiera decir algo.
Esa
música tardía, esos ecos que rebotan
en las piedras y crean silencios. No

no es eso exactamente:
entre eco
y eco hay una música y en ella
un ladrido, un dolor, un golpe seco.

La palabra
que alguna vez borramos
vuelve a su lugar.
Como la música
tardía, como el silencio.

Pero no es eso tampoco. Escribir:

callar: cerrar los ojos. Ecos
que rebotan en las piedras y de nuevo
el ladrido, el dolor, el golpe seco.

No sé cómo explicarlo.

Pero es tarde
y en verdad no quiero decir nada.

Lo que mi padre quiere realmente de mí

1

Anoche tuve un sueño. Acompañaba a mi padre
por un camino de tierra. Los dos íbamos a caballo
y apenas cruzábamos palabras. A lo lejos se veía
la sombra de unos sauces, las luces de un pueblo
desconocido y remoto. De pronto, mi padre detuvo
su caballo y preguntó si yo sabía a dónde íbamos.
Le contesté que no. Entonces vamos bien, me dijo.

2

Los caballos del sueño sabían de memoria
el recorrido. Era cuestión de abandonar las
riendas, de dejarse llevar. Eso me causaba un
poco de aprensión, incluso un poco de miedo.
Mi padre, en cambio, parecía muy tranquilo.
Pensé, parece tranquilo porque está muerto.

3

Aquí es donde vivo, dijo como si me quitara
una venda. Fue muy poco lo que vi. Sólo un
páramo de piedras, remolinos de arenisca,
huesos de caballos amarillos. ¿Qué te parece?
No supe qué decir. Tenía sed y me dolía un
poco la garganta. Es un lugar hermoso, dijo,
pero a veces me gustaría regresar. ¿Por qué
no regresas, entonces?, pregunté. Porque es
más fácil que tú vengas me dijo. Y desapareció.

 

 

 

POEMA ESCRITO EL SÉPTIMO DÍA DE OTOÑO

 

 

La noche viene de Asia y no hace preguntas.

Adam Zagajewski

 

1

El humo enturbia el aire de septiembre,

enrojece la luna, estorba la visión de las

montañas. Para consolarme pienso en

la llegada del otoño, en el rojo incendio

del último Tiziano. La radio anuncia los

inconvenientes de hacer ejercicios, de

salir fuera de casa. Escribo sobre animales

para olvidar mi cuerpo, para huir de mí.

 

2

El humo estorba la visión de las montañas.

Ahora entiendo cuánto necesitaba esas

montañas. En septiembre mantienen algo

de verdor, su discreta y callada presencia.

Esta tarde hay música tranquila. Leo sobre

la vida de los químicos (Davy era amigo de

Coleridge, Scheele era buen tipo, a Lavoisier

le cortaron la cabeza). Escucha los nombres.

Aún conservan su misterio, su antigua y

poderosa magia: mantequilla de antimonio,

azúcar de plomo, licor vaporoso de Libavio.

 

3

Pobre y guapo Cristo, no se cansa de invocar

a los profetas. Rojo incendio en el Templo

de Jerusalén, legiones romanas apostadas

en las calles. Aquel día, recuerdo, me perdí

entre la multitud. Compré una jaula de

palomas, acaricié los cuernos de una cabra.

4

No entiendo por qué hablas de química,

a ti nunca te atrajo la química. Me gustan

sus metáforas. La mente del poeta, decía

Eliot, es un trozo de platino. Qué habrá

querido decir. Napoleón tercero usaba

cubiertos de platino. Tal vez lo confundía

con la plata, con el humo que oscurece las

ventanas del Templo y estropea el paisaje.

 

5

Si introduces un trozo de platino en una

cámara con azufre y dióxido de carbono

se forma ácido sulfúrico, pero el platino

no cambia. Los gases son las emociones,

los sentimientos. El platino la mente del

poeta. “En la adolescencia del año llegó

Cristo el tigre” escribió Eliot. Y estaba

equivocado. Ben Pantheras no fue el

padre de Cristo. Fue sólo una leyenda,

un soldado de Roma. Polvo y tumulto.

 

6

La radio anuncia los inconvenientes de hacer

ejercicios, de salir a la calle. Escribo sobre

animales para escapar de mi cuerpo, para

huir del olvido. Cada animal me recuerda mi

cuerpo. Cada animal me recuerda el olvido.

 

7

Pobre y guapo Cristo. Lectura obligatoria

de las nueve de la noche. El humo obstruye

la salida, el huerto donde lo espera su Padre.

Lavoisier publicó los Elementos en 1789, fue

una revolución en el mundo científico. Tres

años más tarde otra revolución le cortó la

cabeza. Antes de morir habló con su Padre

en arameo, acarició los cuernos de una cabra.

Miró el rojo incendio del último Tiziano.

 

8

Esa tarde salí a caminar por los alrededores

del Templo. En el patio había mercaderes,

recaudadores de impuestos, prostitutas

de Canaán. Una de ellas me preguntó si

me sentía bien. Le contesté que sí, que

no se preocupara. Me dijo el Templo es

un lugar seguro, el humo se desvanecerá

pronto, esta noche acuérdate de mí. Yo

le regalé una moneda de plata. Ella me

devolvió el ejemplar de los Elementos que

había perdido en el polvo y el tumulto.

 

9

Lavoisier fue recaudador de impuestos, por

eso lo condenaron a la guillotina. Eso fue a

finales de septiembre. Antes de morir repasó

la tabla de los elementos, olió el aroma del

bezoar. El rojo incendio del último Tiziano.

 

10

En septiembre las montañas mantienen algo

de verdor, su discreta y callada presencia.

Hay música tranquila. Y hay contemplación.

Leo y escribo para huir del humo, para huir

de mí. Leo y escribo hasta que llega la noche.

La noche viene de Asia y no hace preguntas.

.

.Eduardo Chirinos, poeta peruano (1960-2016), de http://www.otroparamo.com/diez-poemas-de-eduardo-chirinos-poesia-peruana/ y de http://circulodepoesia.com/2014/06/poesia-de-peru-eduardo-chirinos/

 

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