En el avión, cerca de ti, ya no le tengo miedo al peligro. Uno sólo muere cuando está solo.
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Nunca seré vencida. Sólo a fuerza de vencer. Puesto que cada una de las trampas que sorteo me encierran en el amor, que acabará por ser mi tumba, terminaré mi vida en un calabozo de victorias. Sólo la derrota encuentra llaves y abre puertas. La muerte, para alcanzar al fugitivo, se ve obligada a moverse, a perder esa fijeza que nos hace reconocer en ella al duro contrario de la vida. Nos da la muerte del cisne golpeado en pleno vuelo; la de Aquiles, agarrado por los cabellos que no se sabe qué Razón sombría.. Como en el caso de la mujer asfixiada en el vestíbulo de su casa de Pompeya, la muerte no hace sino prolongar en el otro mundo los corredores de la huida. Mi muerte, la mía, será de piedra. Conozco las pasarelas, los puentes giratorios, todas las zapas de la Fatalidad. No puedo perderme. La muerte, para acabar conmigo, tendrá que contar con mi complicidad.
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¿Te has dado cuenta de que aquellos a quienes fusilan se desploman, caen de rodillas? Con el cuerpo flojo, pese a las cuerdas, se doblan como si se desvanecieran una vez pasado todo. Hacen como yo. Adoran a su muerte.
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No hay amor desgraciado: no se posee sino lo que no se posee. No hay amor feliz: lo que se posee, ya no se posee.
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No hay nada que temer. He tocado fondo. No puedo caer más bajo que tu corazón.
Marguerite Yourcenar. Fuegos, Punto de lectura, Aguilar, Bs. As. 2013.