El mundo está cargado de la grandeza de Dios.
Flamea de pronto, como relumbre de oropel sacudido;
Se congrega en magnitud, como el légamo de aceite
Aplastado. ¿Por qué pues los hombres no acatan su vara?
Generaciones han ido pisando, pisando, pisando;
Y todo lo agosta el comercio; lo ofusca, lo ensucia el afán;
Y lleva la mancha del hombre y comparte del
hombre el olor: el suelo
Se halla desnudo, ni el pie, calzado, puede ya sentir.
Y con todo esto, natura nunca se agota;
Vive en lo hondo de las cosas la frescura más amada;
Y aunque las últimas luces del negro occidente partieron,
Oh, la mañana, en el pardo borde oriental, mana;
Pues el Espíritu Santo sobre el corvado
Mundo cavila con cálido pecho y con ¡ah! vívidas alas.
1877.
Gerard Manley Hopkins, trad. Juan Tovar, Univ. C. de México, 2008.
Creada casi en secreto durante el último periodo victoriano, la obra de Gerard Manley Hopkins —una de las más intensas y originales de la poesía inglesa— no se editó sino hasta 1918, en un mundo sin duda mejor preparado para concebir tanto sus búsquedas formales (su experimentación rítmica hizo escuela), como su angustia y desesperada alegría. Hopkins presintió en carne viva la desintegración de un orden de cosas y, anticipándose a ella, violentó las convenciones por explorar el entrevero profundo de voluntad y naturaleza, verbo y encarnación, y revelar en nuevas formas la permanencia esencial de la vida. Es un poeta de la dualidad que no busca trascenderla sino armonizarla, y de hecho no supone otra unidad que esa armonía; un poeta religioso cuyo Dios sólo a los sentidos se manifiesta.
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