Todo se mueve: los alerces, los helechos, los pinos de Caledonia, el brezo, los arbustos de enero, la hierba segada. Y luego, entrando en la tierra, el agua: los ríos que discurren hacia el mar, el mar que llena los lagos con sus mareas. Y en medio de las dos, de la tierra y el agua, el viento. Y sobre todo, el viento del noreste. El graznido de los gansos salvajes en el cielo es como una medida efímera, un modo de contabilizar, en otra álgebra, todo este movimiento.
Hay castillos, líneas que podrían ser y han sido defendidas, muertes, pero no hay últimas fronteras. Por eso se pueden pescar arenques en un agua rodeada de colinas cubiertas de helechos. Por eso parece que el cielo es más humano, más hospitalario, que la tierra. Aquí, entre la tierra y el cielo hay algo parecido a una orilla. Y del mismo modo que la orilla del mar huele a algas, así también esta orilla huele a un tiempo no contado.
El tiempo no contado pesa debido al sentimiento de pérdida que encierra.
John Berger, Páginas de una herida.